MARCOS 12: 29-31 Mar 12:29 Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Mar 12:30 Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Mar 12:31 Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.
   
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  ¿Quién es Jesucristo?
 

¿Quién es Jesucristo?

Esta pregunta puede eclipsar a muchas. Es más importante para cada uno de nosotros la pregunta sobre quién es Jesucristo que la de quién podríamos ser nosotros mismos. Él es la columna principal de la raza humana, una vida atacada por muchos aun 2000 años después de su muerte y resurrección, y a la vez amada por millones a través de las edades. ¿Quién es este que dice ser el Creador del Cosmos? ¿Es real? Cada uno de nosotros debe tener a consideración una definición de Jesucristo. Y sea cual fuere la respuesta a esta pregunta, ésta tendrá repercusiones en nuestra vida futura.

El término Jesucristo es el nombre personal y título (cf. el orden inverso frecuente en los escritos paulinos) dado al Salvador. De sus dos elementos, el nombre «Jesús» (transcripción griega del hebreo YeshuaŒ, que significa Jehová es ayuda o salvación; cf. Mt 1.21) era uno de los más populares entre los israelitas. Entre los personajes bíblicos que lo llevaron también están: Josué; Jesúa; Jesús Ben-Sirá (Eclesiástico 50.29); Jesús Barrabás (Mt 27.16s en muchos manuscritos); y Jesús llamado Justo (Col 4.11). El título «Cristo», que significa «ungido» (lo mismo que la palabra hebrea «Mesías»), señala que este Jesucristo en particular es el ungido de Dios.

 

Fuente de Información

Aunque Jesús de Nazaret no dejó escrito alguno, mucho se sabe de su vida y enseñanza. De fuentes no cristianas obtenemos muy pocos datos, debido a que los escritores gentiles (griegos y romanos) tenían poco interés por los acontecimientos de Palestina y hacia los judíos solo sentían desprecio. Por su parte, los judíos del siglo I d.C. parecen haber callado a propósito su conocimiento del cristianismo naciente y de su fundador. Sin embargo, los escasos testimonios que nos han llegado bastan para confirmar la indudablemente existencia histórica de Jesucristo.

Los historiadores romanos Suetonio y Tácito se refieren a los seguidores de Cristo (o «Cresto», como algunos suponían); y Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió una carta al emperador para consultarle con respecto a cómo tratar a los cristianos (ca. 112 d.C.). Entre los testimonios de origen judío, hay ciertas tradiciones aceptables acerca de Jesús y sus seguidores, pero es evidente en muchas de ellas un barniz anticristiano que las desfigura. Los escritos de Flavio Josefo mencionan a Juan el Bautista y al sumo sacerdote Anás, nieto del Anás de los Evangelios, quien «hizo comparecer ante el sanedrín a unos cuantos, entre ellos a una persona llamada Santiago, hermano de aquel Jesús que se llamó Cristo». «A Santiago», continúa, «el sanedrín le condenó a morir apedreado» (Antigüedades XX.ix.1. ca. 93 d.C.). Otros pasajes en Josefo que mencionan a Jesucristo parecen ser espurios (XVIII,iii.3).

Las fuentes cristianas más antiguas son las cartas de Pablo (51–67), quien, sin conocer personalmente a Jesucristo, se familiarizó con sus actividades y sus dichos, de acuerdo con la Tradición oral. Los datos acerca de Jesucristo que nos proporcionan sus cartas son muy escasos y se concentran en la pasión y resurrección, pero revelan la estabilidad de la tradición aun antes de consignarse por escrito. Las fuentes más completas son los cuatro Evangelios (publicados entre 68–96), que se fundamentan en el testimonio de los discípulos inmediatos a Jesucristo y en la primitiva catequesis cristiana. Aunque el propósito de los evangelistas no fue en primer término biográfico, nos proporcionan relatos históricamente fidedignos (Lc 1.1–4), no desfigurados por la evidente intención teológica de cada autor.

En otros libros del Nuevo Testamento, fuera de los Evangelios canónicos, se han conservado también ciertas palabras auténticas de Jesús (por ejemplo, Hch 20.35), pero la autenticidad de otros dichos (Ágrafa) consignados en los Evangelios Apócrifos o en otros escritos poscanónicos, como algunos papiros gnósticos, es cuando menos discutible.

 

 

 

Cronología

Puesto que Jesús nació antes de la muerte de Herodes el Grande (4 a.C.) y por el tiempo del censo de Cirenio, de fecha discutida (entre 9–4 a.C.), la fecha asignada al nacimiento oscila entre 7 y 4 a.C. Por consiguiente, la era cristiana, fijada por cálculos hechos en el siglo VI, debe adelantarse indudablemente algunos años.

El inicio del ministerio de Juan el Bautista, según Lucas 3.1, se fecha en el año 15 del imperio de Tiberio. Esto nos lleva a los años 26–29 d.C. (debiéndose la variación a la forma de hacer el cómputo que Lucas usara). Meses después de la aparición de este precursor, Jesucristo comenzó su ministerio. Al informarnos el evangelista que «tenía, al comenzar, unos treinta años» (Lc 3.23), nos está dando una edad aproximada (esta edad representa la madurez [Testamento de Leví 2], sobre todo la del Rey davídico, 2 S 5.4). Sin embargo, no andaba muy lejos de la edad exacta. Si se toma el fin del año 27 como inicio de la obra pública, encontramos apoyo en el dato de Jn 2.20, según el cual habían transcurrido, cuando la primera Pascua del ministerio público de Jesucristo, 46 años desde el comienzo de la edificación del templo herodiano (20/19 a.C.).

Hay diversas opiniones acerca de la duración de la actividad pública del Señor. La teoría de un solo año es insostenible si se basa en Lc 4.19 («un año de gracia del Señor»), además de que Marcos, el primero de los Evangelios, no relata sucesos que no cabrían en el marco de doce meses. En cambio, Lc 13.1–5 parece describir hechos ocurridos en una Pascua anterior a la de la Pasión con lo que nos da a entender que el ministerio duró por lo menos dos años. Del Evangelio de Juan, que da cuenta de tres Pascuas descritas durante la actividad pública de Jesucristo, se deduce con seguridad que duró al menos dos años y algunos meses. Si la fiesta indeterminada de Jn 5.1 es también de la Pascua, podríamos añadir un año más a la duración, pero esta hipótesis tropieza con varias dificultades exegéticas. De todos modos, el género literario de los Evangelios no nos permite esperar que los datos cronológicos sean exactos; solo podemos concluir que es posible que el ministerio haya durado dos años (o bien tres años) y unos meses.

La fecha de la muerte de Jesucristo depende, no tanto de los factores anteriores, como de otros de carácter técnico. En resumen, el viernes de la crucifixión (en esto concuerdan los cuatro Evangelios), que sería el 14 de nisán (según el Evangelio de Juan: la preparación de la Pascua) o el 15 de nisán (según los Sinópticos: la Pascua misma), podría caer en el 7 de abril del año 30, o bien el 3 de abril del 33. Es mucho más probable la fecha del 30.

 

épocas Principales En Su Vida

Aunque los Evangelios no permiten reconstruir una biografía detallada o estrictamente cronológica de Jesucristo, sí nos dan el perfil definido de una persona única, las etapas de cuya vida están más o menos bien delineadas.

Nacimiento e infancia

Lucas relata la concepción milagrosa desde el punto de vista de María, madre de Jesús, mientras que Mateo usa tradiciones que enfocan más bien a José, el prometido de esta. Ambos evangelistas ofrecen genealogías (Genealogía de Jesús) que trazan el linaje mesiánico a través del padrastro. Después de un breve viaje a Egipto en su infancia, Jesucristo pasó el resto de sus días en la Tierra Santa o muy cerca de ella. Así pues, humanamente hablando, el Señor se educó dentro de un ambiente judío. Es más, con la excepción de su nacimiento en Belén y las visitas a Jerusalén para las fiestas, pasó los días anteriores a su ministerio como simple aldeano de la Galilea tan despreciada por los fariseos.

De Lc 2.40, 52 se deduce que la niñez y juventud de Jesucristo fueron normales, pero a la vez perfectas. Se realizó el ideal divino en cada fase de su vida (cf. el encomio divino en el bautismo: «en ti tengo complacencia», Mc 1.11). Aunque estos son los años de silencio, que solo Lucas entre los evangelistas apenas traza, entrevemos que Jesucristo desde temprana edad estaba consciente de su relación filial con Dios. Quizás por la muerte prematura de José, a Jesús se le conocía entre los nazarenos como «el carpintero» (Mc 6.3). No habían visto en Él nada sobrenatural antes del comienzo de su obra pública.

 

Principio de su ministerio

En medio de una Palestina conmocionada por la exhortación al arrepentimiento hecha por Juan el Bautista, Jesucristo percibió alguna señal divina, salió de Nazaret y fue bautizado en el Jordán. Aquí, descendió sobre Él el Espíritu Santo, y oyó la voz del Padre aprobándolo en términos que también advertían del gran sufrimiento que se le avecinaba. Fue fortalecido por el Espíritu Santo, pero a la vez fue impelido al desierto de Judea, donde Satanás le sometió a una serie de tentaciones (Tentación de Jesús).

Después de escoger a sus primeros Discípulos (Jn 1.35–51) y hacer varios milagros en Galilea y Jerusalén (Jn 2.1–11, 23ss), fue a trabajar a Jerusalén (Jn 2 y 3) y aun entre los samaritanos (Jn 4.1–42).

Su obra en Galilea

Cuando encarcelaron a Juan el Bautista, el Salvador comenzó en Galilea el período de enseñanza intensiva y actividad mesiánica que le cosecharon fama en seguida. Anunció que el momento señalado había llegado y que el Reino de Dios estaba cerca (Mc 1.14s). Sin embargo, su mensaje de arrepentimiento no les parecía «buenas nuevas» a todos. En la sinagoga de Nazaret sus vecinos le rechazaron definitivamente (Lc 4.16ss) y le obligaron a trasladarse a Capernaum. En esta ciudad y otras partes de Galilea trabajó durante más de un año (Mc 1.14–6.34; Jn 4.46–54), revelando su poder sobre la naturaleza (por ejemplo, Mc 4.35–41; 6.34–51), sobre los espíritus malignos (por ejemplo, Lc 8.26–39; 9.37–45), sobre el cuerpo y las enfermedades (por ejemplo, Mt 8.1–17; 9.1–8), y aun sobre la muerte (por ejemplo, Mt 9.18–26; Lc 7.11–17). En el tipo de enseñanzas referidas en el Sermón del Monte (Mt 5–7), afirmó poseer autoridad suprema en la interpretación del Antiguo Testamento y aun en ejercer el juicio escatológico.

Al mismo tiempo, reveló su amor y compasión por los acongojados y oprimidos (por ejemplo, Mt 9.1–8, 18–22; Lc 8.43–48). Una y otra vez declaró que había venido a buscar y a salvar a los perdidos, y ejerció la prerrogativa divina de perdonar pecados (Lc 5.20–26; 7.48ss). Del grupo numeroso de sus seguidores escogió a doce discípulos (Mt 10.1–4//) a los que enseñaba con esmero y preparaba para ser sus apóstoles.

La autoridad con que Jesucristo enseñaba, su superioridad en las polémicas con los líderes judíos y sus milagros de sanidad le ganaron una marcada popularidad entre las masas galileas (por ejemplo, Lc 4.40ss; 5.15, 26; 6.17ss). Esta fama llegó a su clímax en la alimentación de los cinco mil (Mc 6.30–44//), prueba de su mesiazgo que alentó al populacho a intentar coronarle rey (Jn 6.15).

La preparación de los doce

Cuando Jesucristo rehusó ser coronado rey, muchos admiradores y aun discípulos dejaron de seguirle (Jn 6.26ss,66s). Entonces se retiró, siempre rodeado de los doce, al territorio no judío del norte: Tiro, Sidón y Cesarea de Filipo. Pero aun así no pudo escaparse completamente de las multitudes. Cuando lanzó en privado la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?», Pedro confesó: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». En base a esta revelación, Jesucristo dio la primera de tres predicciones de su aparente derrota a cumplirse en Jerusalén y de la victoria siguiente (Mc 8.31//). Esta autorrevelación a sus discípulos culminó con la Transfiguración ante el núcleo de los tres más íntimos (Mc 9.2–10//) y la voz del cielo reconoció una vez más la obediencia filial del Salvador: «Este es mi Hijo, el Amado: a Él oíd».

Una vez que los doce comprendieron mejor quién era su Maestro, este intensificó la preparación que les daba para ser luego miembros fundadores de la nueva comunidad. Por medio de Parábolas, controversias, enseñanzas directas, y su continuo ejemplo personal, el Maestro les aclaró la naturaleza del Reino, el papel del Hijo del Hombre y las cualidades que Dios busca en los seguidores de este.

Hostilidad creciente

Entretanto, la oposición de los gobernantes y maestros religiosos de los judíos crecía rápidamente (Lc 14.1). Ellos buscaban atraparle, contrarrestar su influencia sobre las masas y entregarle a las autoridades romanas para ser ejecutado (Mt 19.1–3//). Ni las advertencias que Jesucristo dirigía a sus enemigos, ni su doctrina impartida con miras a cambiar la actitud de ellos, ni la resurrección de Lázaro junto con otras obras de benevolencia, lograron convencerles de su error. Más bien, su odio se intensificó; la mayoría de los escribas, fariseos y saduceos prefirieron sacrificar la vida de Jesús y no aguantar en su medio esa presencia crítica (Jn 11.46–53).

 

La semana final en Jerusalén

Después de entrar como Mesías en Jerusalén, vitoreado por las multitudes (Mc 11.1–10//), Jesucristo expulsó del templo a los cambistas y traficantes de animales sacrificiales, en señal de su autoridad mesiánica. Enseñando en el templo durante los días siguientes, enfocó el significado de su muerte y resurrección. Se refirió al futuro triste del templo y de la ciudad santa, y mencionó algunas señales de su propio regreso en majestad (Mc 13//).

En la víspera de su pasión, Jesucristo celebró la cena pascual con sus discípulos. Después de lavarles los pies (Jn 13.1–17) y anunciar veladamente que Judas sería el traidor (Mc 14.18–21//), instituyó la Cena del Señor (Mc 14.22–25//), e instruyó a sus discípulos presentes y futuros (Jn 13–17). Luego, el grupo se trasladó a Getsemaní y, tras una lucha agónica en oración, el Salvador se entregó sin reservas a la voluntad de su Padre. Entonces se dejó arrestar y voluntariamente sufrió el maltrato, la condena injusta ante los tribunales religioso y político, y la crucifixión. Este sufrimiento vicario culminó en la cruz, cuando al cabo de tres horas de tinieblas Jesucristo gritó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mc 15.34). Pero como su muerte era un «dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10.45) y el sacrificio del Cordero por excelencia (Jn 1.29; 19.14a, 36), Jesucristo pudo encomendarse victoriosamente al Padre, sabiendo que su obra terrenal había terminado (Lc 23.46; Jn 19.30).

Su sepultura, resurrección y ascensión

Amigos bajaron el cuerpo desde la cruz y lo sepultaron rápidamente para evitar trabajar después del atardecer del viernes. Dejaron el cadáver en una tumba nueva situada en un huerto, pero no quedó allí muchas horas; el Señor vio cumplida su profecía de resucitar de entre los muertos (Resurrección de Cristo). Muy temprano, el domingo, algunas seguidoras descubrieron desierta la tumba (Mc 16.1–8//), y en el transcurso del día el Señor viviente se apareció a varios individuos y grupos de creyentes, disipando sus dudas (Mt 28.9ss; Lc 24.13ss; Jn 20.11–21.22).

Durante cuarenta días se sucedieron las apariciones del Señor resucitado y las nuevas enseñanzas (la recta comprensión del Antiguo Testamento, la venida del Espíritu Santo y la misión mundial de la iglesia) prepararon a los creyentes para la nueva era iniciada por la Ascensión (Lc 24.51; Hch 1.9ss). A los diez días de esta, el Señor Jesucristo, ya glorificado y «sentado a la diestra del Padre» (Heb 8.1; cf. Hch 2.33), envió su Espíritu (Pentecostés), que también procede del Padre, como su vicario en este mundo. Excepcionales fueron las apariciones a Esteban (Hch 7.55–59) y a Saulo de Tarso (Hch 9.33ss//; 1 Co 15.8) y la visión apocalíptica de Juan, en Patmos (Ap 1.10ss). El Nuevo Testamento vislumbra como próxima aparición de Jesucristo su ® Segunda Venida para juzgar al mundo (Hch 1.11). Entonces «todo ojo le verá» (Ap 1.7).

 

Interpretación Apostólica

Los datos de esta vida única se utilizaron en la proclamación primitiva con miras a la evangelización y la catequesis. En este proceso, lo simplemente histórico se interpretó como era debido. Por ejemplo, en el evangelio que Pablo aprendió después de su conversión (1 Co 15.3–7), la frase «Cristo murió» es descripción histórica, mientras las frases siguientes, «por nuestros pecados, conforme a las Escrituras», son interpretaciones teológicas del dato histórico. Por cierto, estas se fundamentan en las enseñanzas del mismo Señor Jesucristo, pero aclaradas por la resurrección, el don del Espíritu y la experiencia de la iglesia primitiva. Tanto los Evangelios como las Epístolas son el producto de este proceso, protegido divinamente de toda tergiversación o herejía.

La interpretación apostólica de la persona de Jesucristo conserva en una tensión fructífera dos aspectos complementarios de su vida: su humanidad y su deidad.

 

Jesucristo, hombre

Aunque los Evangelios no se interesan en el aspecto exterior de Jesucristo, sin duda fue impresionante, de personalidad atrayente (cf. el grito de una mujer, Lc 11.27). Sufrió hambre, sed y cansancio (Mc 4.38) en medio de una actividad tan intensa que, en ocasiones, no le dejaba tiempo ni para comer (Mc 3.20; 6.31). Pero este cuerpo, sujeto a las vejaciones de la angustia (Lc 22.44), respondió siempre a las demandas de una voluntad férrea. Desde el comienzo de su actividad renunció a usar de su poder para fines egoístas, porque «no vino para ser servido, sino para servir» (Mc 10.45). Ni su familia (Mc 3.31ss) ni Pedro (Mc 8.32s) pudieron desviarlo de la misión de sacrificio y abnegación que su Padre le había encomendado. Puso por obra la misma resolución consciente que exigía de sus discípulos (Lc 9.62; 14.28ss).

A pesar de su compasión y espíritu perdonador (Mt 11.28s), de ninguna manera fue una personalidad pasiva. Era capaz de pasiones fuertes: enojo (Mc 3.5; 10.14), celo reformador (Mt 10.34; Jn 2.15) o polémica (Mt 23.4–33; Mc 8.33; Jn 8.34–58), pero estas estaban al servicio de los demás, particularmente de los desgraciados. Tal fue su preocupación por la suerte de los desvalidos, que declaró que todo bien que a ellos se hiciera sería como hacérselo a Él (Mt 25.40; cf. Mc 2.15; Lc 6.20). Sin hacerse ilusiones acerca de los hombres (Mt 7.11; Jn 2.24s), predicó, como nadie más, el amor al prójimo y a los enemigos (por ejemplo, Mt 5.22–26).

Viviendo como hombre entre los hombres, experimentó todas nuestras limitaciones humanas, sin cometer pecado (Heb 4.15). Conoció la tentación (Heb 2.18), la angustia en la oración (Heb 5.7), la disciplina en la obediencia (Heb 5.8) y el desconocimiento de los acontecimientos futuros (Mc 13.32). Aun cuando el Padre se dignó revelarle, como lo había hecho con los profetas veterotestamentarios, ciertos datos del porvenir (por ejemplo, Mc 9.1; 13.5–37; Lc 22.31–34), no le eximió de vivir por la fe, a fin de que fuera ejemplo para nosotros (1 P 2.21). Aun sus milagros, signos del amanecer de la era mesiánica, fluyeron de su humanidad perfecta que vivía en absoluta comunión con el Padre (Jn 5.19; 14.10), llena del poder del Espíritu Santo (Hch 10.38; cf. 2.22).

A la solidaridad de Jesucristo con el resto del género humano se refiere el Nuevo Testamento en varios pasajes. Cristo nos llama «hermanos» (Heb 2.11–14) y aun en su gloria celestial es «Jesucristo hombre» (1 Ti 2.5) y por tanto el único mediador ante Dios. Es el nuevo Adán, representante del género redimido (Ro 5.14–21; 1 Co 15.21ss). En contraste con todo salvador de tipo ® Gnóstico, a Jesucristo se le presenta en los primeros sermones apostólicos como «varón acreditado por Dios ante vosotros» (Hch 2.22), y «a este Jesucristo [es decir, no algún personaje imaginario o irreal que] resucitó Dios» (Hch 2.32). Es el «nacido de mujer, nacido bajo la Ley» (Gl 4.4), que participó a plenitud en nuestra historia, no solo en el sentido de existir auténticamente, sino en el de recapitular y revelar en su experiencia el significado trágico-glorioso de nuestra historia humana.

Aun la más primitiva de las confesiones, «Jesucristo es Señor» (1 Co 12.3), hace hincapié en la historicidad de Cristo, quien reina ahora y es el mismo que vivió, sufrió y murió por la salvación del mundo. El núcleo de la esperanza cristiana es igualmente «este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo» (Hch 1.11).

 

Jesucristo, Dios encarnado

Para afirmar que Jesucristo era un simple ser humano los críticos negativos han tenido que mutilar el Nuevo Testamento, pues el testimonio unánime de los apóstoles asegura que es mucho más que un hombre. Con base en sus obras milagrosas (Señales) y en la conciencia mesiánica del mismo Señor, quien se consideraba el Hijo del Hombre, el Siervo de Jehová por excelencia, el Profeta escatológico, el Juez y el Hijo de Dios en sentido único, los escritores bíblicos evaluaron la persona de Jesucristo, mediante su experiencia de Él como resucitado y como fuente del Espíritu Santo. Pasajes como Sal 110.1 (el v. más citado en el Nuevo Testamento) se interpretaron a la luz de la ascensión y exaltación de Cristo. En los cultos y fórmulas bautismales se aplicaron a Jesucristo expresiones veterotestamentarias reservadas para Jehová, tales como Señor, Salvador, Rey y Dios (Jn 1.1, 18, HA; Heb 1.8s; 1 Jn 5.20). Le rindieron culto (Jn 20.29) y se les reveló que, sin dejar de ser monoteístas, podían atribuir a Jesucristo la misma majestad y gloria del Padre (por ejemplo, en Ap 22.1 el trono divino es «de Dios y del Cordero»).

Inspirados en ciertos dichos de Jesucristo (por ejemplo, Jn 8.58), los escritores sagrados mencionan también su preexistencia. El Verbo, aun antes de encarnarse (Jn 1.14), y esto sin la intervención de un padre humano, tuvo su existencia eterna junto al Padre (Jn 1.1s; 17.5) y fue mediador de la creación (Jn 1.3s; 1 Co 8.6; Col 1.15ss; Heb 1.10ss).

Este Jesucristo entonces, que era y es Dios venido en carne, es el único capaz de salvar del pecado (Mt 1.21; Hch 4.12). Vino a su pueblo con las prerrogativas de Mesías e Hijo de David, y trajo la redención, aunque esta no se ajustaba a la esperanza judía. Más que caudillo militar, asumió el papel de Cordero, de propiciador; por ende, gracias a su obediencia, el Padre le ha constituido Sumo Sacerdote de su nuevo pueblo, cabeza de la Iglesia y Señor del universo.

 
 
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