El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.
Juan 3:3.
No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos,
sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
Mateo 7:21.
Súbditos del Reino de Dios
No busquen las fronteras de este reino, porque no está constituido por territorios. Se compone de un Rey oculto en el cielo y de súbditos que aún están en la tierra, sometidos a la feliz autoridad de ese rey: Jesucristo.
Para formar parte de este reino, es necesario haber sido librado del jefe de este mundo que avasalla a los hombres manteniéndolos en las tinieblas de un universo donde Dios no es tomado en cuenta. También se debe haber “nacido de nuevo” (Juan 3:3-8) y recibido la luz que da el Evangelio de la gracia de Dios, la luz sobre lo que somos y la luz sobre lo que Dios es, a saber, amor. En efecto, el fundamento de este reino es el amor:
Primeramente el amor del Padre, quien envió a “su amado Hijo” (Colosenses 1:13) para que nos hiciera dignos de la divina presencia, dignos de su reino.
También es el amor del Hijo, el que por amor a su Padre y a nosotros se encargó, por medio de su cruz, de pagar nuestro rescate y liberarnos de nuestros pecados, los cuales nos impedían entrar en la presencia de Dios, y por ende, en su reino eterno.
Ahora los súbditos del Rey le sirven por amor, a la vez como siervos que no conocen otra voluntad que la de su Señor y como amigos que conocen los profundos deseos de aquel a quien todo lo deben y que se dignó llamarlos amigos (Juan 15:15).
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